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El Hamlet que todos necesitábamos

Los murmullos elevados, las luces demasiado altas, las escaleras cerradas (no hay a dónde ir) y a un costado las sillas de quienes toman café. El hall del teatro San Martín padece la misma excitación de un patio de comidas. Un espacio donde se deja fluir la histeria previa. En el calor humano dejamos atrás el frío invierno y alzamos la frente hacia la escalera. Todos piden permiso pero muy lejos no llegan. La pregunta de hacia dónde ir dependiendo del asiento par o impar resuena en cada rincón, aún habiendo carteles que lo indican. Hay que esperar, hasta que la voz por altoparlante nos de sala. Y entonces sucede: se corre la soga y se colocan en cada escalera una señora. Buenas noches, dos pisos más arriba y a la izquierda. Que comience la subida, que el cuerpo ya se ponga en alerta. Es la adrenalina de estar a punto de entender, porqué una obra marcó la historia.

Si algo hay de seguro acerca de Hamlet, es que existen tantas interpretaciones de su texto como actores en el mundo. Nadie quiere perderse el desafío de darle vida a tan complejo personaje. Sin embargo, no conformes con realizarlo también han buscado la manera de reinventarlo. La obra que se presenta en el San Martín, en cambio, no tiene sorpresas que lo descoloquen a uno o le hagan ver el texto de otra manera. Hamlet es Hamlet. Tal como nos lo imaginamos. Respeta el argumento a la perfección, los vestuarios van acorde a sus personajes y a su rango en aquella sociedad, y las actuaciones se amoldan. Pero lo que hace a esta obra cumplir la expectativa de todos los que la habíamos leído previamente, es que aún siéndole fiel a su forma isabelina, termina pareciéndonos contemporánea.

 

En tiempos de armas tomar, donde todos pueden dar su opinión vía redes sociales, y enfrentarse al resto con tal de defenderla; Hamlet no es el hijo huérfano de padre al que todo lo atraviesa dejándolo en una triste depresión. Sino que hasta en la tristeza se mantiene activo, enérgico, movido por el odio que lo consume y que en lugar de detenerlo lo lleva a accionar. No se priva de decir en voz alta todo lo que piensa, aún teniendo en frente a su adversario, expresa con cuántas ganas lo quiere matar.

 

La locura fingida, nos demuestra que en realidad es el más cuerdo de todos. Nos hace reír en medio de momentos de tensión con sus respuestas espontáneas, con sus burlas hacia Polonio o incluso a su madre. Nos emociona con seis largos monólogos interpretados a la perfección, porque aún en su lenguaje tan pomposo, Furriel se hizo cargo de todo el espacio, poniéndole el cuerpo a cada expresión, dejándonos bien clara a cada paso su intención.

 

Hay personajes que brillan, donde nadie esperaba ver luz. Porque eso tiene esta obra: la atención no está sólo puesta en Furriel y su brillante actuación de hijo con ansias de venganza; sino que todas las escenas tienen a alguien que las haga más interesantes de lo que son; un personaje con una complejidad inesperada, un guardia sin importancia que sabe aprovechar sus quince minutos de fama. Por ejemplo Polonio, del que esperábamos que fuera simplemente el chupamedias del rey, y terminó siendo el cómico preferido de todos, por ser el buchón que se cree inteligente y peca de pesado. El resto se pone a disposición, lo escuchan, quieren saber a qué va cuando habla, pero de tantas vueltas que da se aburren y le piden que vaya al grano. Tal como lo necesita el público. Esto lo hace entrañable incluso cuando es un obstáculo para el protagonista. Lo queremos porque es un pobre hombre que cree que sus hijos son el centro del universo y que sólo él tiene la razón, como tantos otros personajes iguales que conocemos en la vida real.

 

La puesta en escena es hermosa en su grandeza como en su simpleza: una mesa larga donde todos inician en reunión, toma importancia al estar totalmente en diagonal para mostrarnos a un Hamlet que ni siquiera está sentado como debería. Las puertas altas que hay en cada lateral, que permiten salidas dramáticas como furiosas. Un mini escenario en el fondo del escenario mismo, donde los actores que Hamlet contrata interpretarán el asesinato de su padre y que obliga a nuestros actores a sentarse de espaldas al público y a usar sus cuerpos para decir lo que sus caras no nos están dejando ver. Recursos nuevos, para algo viejo, que lo hacen todo lo contrario a modesto.

 

El director cuidó cada detalle, para que el equilibrio en escena sea perfecto, que las voces cambien de tono y aún así sean oídas por todos, que el momento en que el fantasma entra flotando nos de hasta algo de miedo, nos haga sentir el mismo frío que sienten ellos. Que ÉL monologo no sea un monólogo más, pero que tampoco interrumpa el relato que viene sucediendo. Hamlet es una obra que me parece hasta necesaria ver, porque es el buen teatro que todos veníamos necesitando. El comienzo de todo, que sigue vigente aún hoy. Los hijos que se plantan ante sus padres, que cuestionan su decisión y que mueren orgullosos de haber logrado su misión.

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Ficha técnica:

Texto: William Shakespeare

Traducción: Lautaro Vilo

Dirección: Rubén Szuchmacher

Reparto: Joaquín Furriel (Hamlet), Claudio Da Passano (Polonio), Eugenia Alonso (Gertrudis), Belén Blanco (Ofelia), Germán Rodriguez (Laertes), Francisco Benvenuti, Nicolás Balcone, Marcelo Subiotto, Fernando Sayago, Mauricio Minetti, Luis Ziembrowski, Lalo Rotavería, etc. 

Duración: 180 minutos (con dos intervalos de 10 min.)

Teatro San Martín, sala Martín Coronado.

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